A lo largo de la historia, se han creado innumerables juegos, algunos para el divertimento, y otros destinados a la apuesta y a la ganancia. Estos últimos son los juegos de azar, en los que el lucro no depende tanto de la condición del jugador cuanto de la suerte, tal como acontece con la ruleta o con las máquinas tragamonedas, en las que el jugador se enfrenta a una máquina previamente programada que sólo de vez en cuando permite pequeñas ganancias.
Con la electrónica, los juegos de azar se han vestido de espectacularidad y magnificencia, pues mediante luces, sonidos y músicas propias atraen clientes. Este entorno y la supuesta promesa de la máquina de dar, en algún momento, la gran ganancia, convierte a estos juegos en peligrosamente adictivos.
Entonces, el sentido de lo lúdico es sustituido por la apuesta y el ansia de una ganancia que no llega. Así se altera la relación jugador-máquina a tal punto que se crea una fatal dependencia. En ese momento, el juego es capaz de convertirse en pasión claramente patológica.
La proliferación de casinos y lugares para apuestas han atraído a mucha gente que termina enviciada con los juegos de azar. La adicción al juego entre adultos mayores produce estrés, drogas, ansiedad, alcoholismo, pérdida de dinero u otros bienes, y destrucción de familias e individuos. Los casinos y los lugares de juego se convierten en la familia del adicto y, de esta forma, el juego se torna parte de una interacción social amplia que promueve el vicio.
Esta enorme multiplicación de casas de juego a caballo de una preocupante alianza con el poder político ha encendido luces de alerta en la Iglesia y en la oposición. En efecto, el presidente de la Comisión de Pastoral Social, el obispo Jorge Casaretto, ha denunciado que "el poder económico de los grandes empresarios del juego y sus alianzas con los poderes políticos son enormes" y que "la compra de voluntades y de apoyos no reconoce límites". Pero su denuncia fue más explícita aun cuando señaló: "Muchas veces, funcionarios honestos han tenido que soportar presiones desde diversos estratos del poder para votar leyes o autorizar concesiones que faciliten el enriquecimiento desmedido de unos pocos a costa de la degradación de muchos".
También desde la oposición se alzaron voces críticas ante la prórroga de algunas concesiones estatales y ante el avance desmedido del juego en el país. Del mismo modo, se advirtió que el juego está avanzando en localidades que no son turísticas y que, sin una buena regulación, esta actividad termina succionándoles el bolsillo a humildes trabajadores.
Aún está fresca la controvertida y poco transparente decisión que tomó el ex presidente Néstor Kirchner poco antes de dejar la presidencia por la cual se prorrogó hasta 2032 la concesión del hipódromo y el complejo de tragamonedas, que vencía originalmente en 2017, negocio que explotan los empresarios Cristóbal López, muy cercano al ex mandatario, y Federico Achával en el Hipódromo de Palermo. Pero no todo terminó allí: el decreto 1851/2007 también le impuso a la concesionaria determinadas condiciones, siendo la más llamativa o escandalosa, la que exige que se incremente el parque de tragamonedas "atento a las necesidades del mercado lúdico", según expresa la norma.
Según fuentes vinculadas con la industria del juego, casinos, tragamonedas y bingos legales mueven unos 13 mil millones de pesos al año. De acuerdo con los registros que lleva la Cámara Argentina de la Industria del Juego de Azar (Caija) unas 2500 personas tienen algún trabajo relacionado con esta actividad en permanente crecimiento. Por su parte, la Cámara de Bingos señaló que en la provincia de Buenos Aires estas salas de juego facturan 150 millones de pesos por mes y que el parque de tragamonedas se duplicó, al pasar de 7000 a 14.000 unidades. En Victoria, Entre Ríos, se calcula que unas 12.000 personas pasan cada fin de semana por el casino. Y son cientos de miles los concurrentes a las tragamonedas instaladas en el Hipódromo de Palermo y a los casinos flotantes instalados en la zona de Puerto Madero.
En la adicción patológica, el juego pierde su carácter placentero para convertirse en fuente inagotable de angustia y de culpa. A diferencia de lo que suele acontecer con otras dependencias, en estos juegos, el sujeto se aferra a la frustración y al dolor. Su convencimiento de que, ahora sí, ganará porque es su gran día de suerte, no es más que el producto de su empecinamiento en seguir aferrado al sufrimiento. En ese momento, se deshacen sus promesas de dejar de jugar dadas a una familia que terminará destruida. Desde esta realidad, y con una mirada hacia el futuro, cabe preguntarse si con el enorme estímulo oficial a la industria del juego no se está transitando por un camino sin retorno.
LA NACION / 24/03/2008
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