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*** CARLOS FERRER***


Noticias Locas

domingo, 22 de junio de 2008

En Palermo, el juego nunca descansa

El Diario LA NACION estuvo durante tres días, en diferentes horarios, junto a los apostadores que colman los salones del hipódromo

Durante el día y la noche, innumerables taxis toman y descargan pasajeros en las puertas del hipódromo Foto: Soledad Aznarez

Es un concierto desafinado del que participan más de 3000 ejecutantes simultáneos y desacompasados. Unas muestran carteles que se encienden y se apagan. Otras proponen, en lenguas extrañas, redoblar la apuesta. Son las 9.30 y en las salas de tragamonedas del Hipódromo Argentino más de 200 personas juegan su suerte frente a las maquinitas. En algunas hay chicas pulposas que guiñan los ojos y se ofrecen desde el monitor y, en otras, es un elefantito rosa el que intenta seducir a los clientes.

Durante las 24 horas hay gente haciendo sus apuestas en Palermo, donde, por cierto, las máquinas (conocidas también como slots ) ya no reciben monedas, sino billetes. Al final del día, cada una de las 3000 instaladas gana unos 300 dólares de manos de los visitantes. Si se suman las ruletas electrónicas y las salas de alta denominación, las apuestas que se realizan debajo de las tribunas del hipódromo rinden mucho más de un millón de dólares diarios.

Durante tres días de la semana, LA NACION recorrió las salas de las tragamonedas, en diferentes horarios, para conocer a los personajes que habitan ese mundo subterráneo que crece sistemáticamente bajo las tribunas del hipódromo.

Cuando se ingresa por la avenida del Libertador a la primera de las salas, uno tiene la impresión de que se trata sólo de un par de maquinitas. Sin embargo, a medida que se suben o bajan escaleras, se descubren interminables salones y más salones que parecen nunca acabar.

Las maquinitas no pagan a los ganadores con una catarata metálica sino con un voucher electrónico que se permuta por efectivo en las cajas. Sólo un puñado de máquinas, las que están en el salón principal contra la pared, pagan con fichas, pero luego ya no las reciben.

"No insista, ya ninguna recibe monedas", explica a LA NACION Olga, jubilada, de 75 años, sin despegar la vista del rodillo con guindas y otras frutas. Tampoco una palanca es la que acciona el tiro, sino un pulsador. "Vengo desde que inauguraron. Pero no es lo mismo con billetes. Las fichas traen más suerte", dice. Unos minutos antes había sacado un fajo de billetes e introducido uno violeta en la ranura. "A veces se gana y muchas veces se pierde, pero así se pasa el tiempo", cuenta.

Más allá de que no se denomine casino, en el hipódromo se puede jugar prácticamente a todo. Desde a la ruleta hasta al black jack. Claro que en lugar de que sea un croupier el encargado de distribuir el juego y de anunciar "no va más", son computadoras con monitores táctiles, ubicadas en torno de una gran ruleta de madera, las que reciben las apuestas. Hay un empleado del hipódromo que guía el juego, pero toda la operatoria se realiza mediante máquinas. En las tragamonedas se puede apostar desde cinco centavos hasta diez pesos por vez.

Temprano por la mañana los salones se ven algo raleados. Abundan ciertos personajes de la noche. "Camille" está entre ellos. Apuesta de a diez líneas por vez y pulsa el rodillo con cierta impaciencia. Resopla cada vez que pierde. Tiene una campera negra cerrada hasta el cuello y medias de red. Es travesti y está allí en busca de revancha tras una mala noche. "No me quiero volver sin nada", dice. Después, se levanta y busca otra tragamonedas. Al rato vuelve a cambiar. A juzgar por su reacción, a una mala noche no le sigue una buena mañana.

Hay una maquinita que permanentemente entrega billetes. Sin embargo, no es la más popular entre los apostadores. Es el cajero automático instalado dentro de la sala. Hay dos más dentro y hasta un banco que cambia dólares junto a la confitería.

Liliana es vendedora de vinos y, para evitar recurrir al cajero, vino sin la tarjeta de débito. "Sólo traigo 300 pesos cada vez, si no, sé que me gasto todo", dice. Debería estar trabajando. Eso le dijo al marido esta mañana cuando partió. ¿Lo máximo que ganó? 3000 pesos, hace cuatro meses. ¿La mayor pérdida? También 3000. "Mi marido no sabe que estoy acá, me mata. Y mi hijo nunca me quiere acompañar. Ya es grande. Siempre me dice «yo gano mi plata trabajando»", confiesa.

Poco antes de las 11, un hombre vestido de traje apura el paso escoltado por un adolescente que parece ser su hijo. Están en plan secreto, como si se hubieran puesto de acuerdo para ratearse del colegio y del trabajo. Cuando llegan a una encrucijada de pasillos, sincronizan relojes. "Tenemos casi una hora. Antes de las doce nos tenemos que ir", dice el hombre y enfila hacia el sector de las ruletas electrónicas. El chico va rumbo a las máquinas de Star Wars.

Alta seguridad

El operativo de seguridad dentro de las salas de juego es muy notorio. Hombres de negro con handies que merodean buscando sospechosos. A pesar de que no hay carteles visibles que prohíban sacar fotos, cuando LA NACION tomó imágenes con una cámara hogareña, todo un operativo se desencadenó. Un hombre se presentó diciendo que era el jefe de seguridad y pidió que se borraran las fotos. Tras concederle su deseo, el sujeto impartió consignas a una de sus subalternas para que siga a esta cronista por todos lados. Hora de partir y de volver al día siguiente.

Por la tarde, los salones se colman de mujeres mayores de 60 años. La mayoría son jugadoras solitarias. Cerca de las 19, comienzan a llegar mujeres más jóvenes y algunos hombres con la corbata aflojada. La hora de la cena, en cambio, parece ser la hora de las parejas. Algunos cenan en los restaurantes que hay dentro y se preparan para jugar un par de horas. Muchos turistas llegan después de la cena. Como un grupo de brasileños que jugaba en cuatro máquinas vecinas y hacía todo un escándalo cada vez que ganaba.

Por la noche, la presencia masculina se incrementa. Son mayoría cuando pasa la medianoche y los que se quedan hasta las primeras horas de la mañana. Ricardo tiene 56 años, es asesor de una empresa. Cuenta que una vez pasó todo un día en las tragamonedas. "Empecé ganando, bien. Pero al final perdí todo y más. Me fui casi mil pesos abajo. Mi mujer estaba desesperada porque no me localizaba. Lo que pasa es que acá abajo no tenés señal de celular. Para el mundo no existis... y tampoco el mundo existe para vos", dice. Una atmósfera de humo lo envuelve cerca de la medianoche. Allí no tiene validez la prohibición de fumar que rige en la Capital. De hecho, uno se va completamente impregnado de olor a cigarrillo.

Afuera está comenzando un nuevo día y, mientras tanto, las tragamonedas siguen repitiendo una y otra vez sus mismas melodías, hasta el hartazgo. Nadie protesta por ello. Como dice Mirtha Legrand, el público se renueva.

"¿Y, cómo le fue?", pregunta un taxista, apenas esta cronista aborda su coche en las puertas del hipódromo. Debe repetir la pregunta unas 50 veces por día. La mayoría de sus pasajeros, cuando sube, prefiere no hablar. El deduce que es porque no les fue muy bien. "Una vez llevé a un señor contento. Había ganado mucha plata. Al poco tiempo lo volví a llevar. Le pregunté qué hizo con la plata. Me miró fiero por el espejo y me dijo. «¿Usted qué cree? Me la jugué»".

Por Evangelina Himitian
De la Redacción de LA NACION 22/06/2008

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